En 1937 Krystyna se encontraba en las montañas de Tatra (sur de Polonia) practicando esquí en el idílico paraje. Era una joven bellísima -nombrada Miss Ski- a la que no faltaban pretendientes. Pero un resbalón dio un giro definitivo a su vida, alejándola para siempre de su país, al menos físicamente. En un accidente de esquí en Tatra conoció al ucraniano Jerzy Gizcki, con el que se casaría un año después para mudarse a Adis Abeba, donde él había sido nombrado cónsul de Polonia. Eso les salvó del exterminio. Desde África vivieron la invasión alemana de Polonia y el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Krystyna nunca supo ni quiso huir. A través de Kenia la pareja llegó hasta Londres, con el objetivo de unirse a la lucha por la libertad en su país. Fueron reclutados por el Special Operations Executive (SOE) creado por Churchill para combatir el nazismo en Inglaterra y Francia. Y entonces Krystyna se convirtió en Christine Granville.
Christine no dejó muro por derribar ni objetivo que cumplir: cruzó los Cárpatos esquiando para infiltrarse en Polonia desde Hungría, sobornó a militares alemanes, aterrizó en paracaídas sobre la Francia ocupada, organizó grupos de resistencia y sabotaje a los nazis en Alemania... Fue, en palabras de sus coetáneos, el mejor espía que tuvo la causa aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Y también la primer mujer.
Además de su valor y sagacidad, su éxito se debe a que Christine era maestra en el único arte imprescindible: el engaño y la manipulación. Con su benigna sonrisa, convenció a a los oficiales de la Gestapo de que el paquete que intentaba introducir en Polonia era sólo té para su madre enferma, cuando en realidad se trataba de propaganda británica.
Y es que incluso cuando era descubierta, la joven sabía cómo aprovecharse de los miedos de sus enemigos. Cuando en 1941 fue capturada junto a su segundo marido, Andrzej Kowerski, y estaban a punto de ser torturados; la espía tuvo una brillante idea: se mordió la lengua tan fuerte que comenzó a escupir sangre. Dijo que tenía tuberculosis, la auténtica bestia negra de la época. Una radiografía de sus pulmones dañados por la afección pulmonar que padecía hizo el resto: les dejaron marchar.
A Christine Granville ni los perros se le resistían. Todas sus biografías reseñan la misma anécdota, en la que una patrulla alemana asignó un can para seguir el rastro de la espía. El animal se pasó inmediatamente al bando aliado en las faldas de Christine y jamás volvió con los alemanes.
"Su atractivo está causando ciertas dificultades", informaban los agentes británicos en los informes que mandaban a Londres desde Budapest. Uno de sus pretendientes se había disparado en una pierna y lanzado al Danubio helado, desesperado por la falta de atención de Christine.
La hija de Churchill fue quien confesó que a su padre le apasionaban las hazañas de Christine, a la que tildaba de "su favorita".
Pero la historia de aventuras e hitos de Christine se acaba con la Segunda Guerra Mundial.
Christine dejó de ser excepcional y pasó a ser una mujer más de su época, obligada a desempeñar trabajos menores en un mundo más difícil de lo que lo fue el campo de batalla. Fue telefonista, ayudante de ventas, azafata de barco.
Al final, fue un hombre enamorado quien acabó con su vida. El 15 de julio de 1952 Dennis Muldowney le cortó el cuello de un navajazo en el vestíbulo de West London Hotel de Kensington. Decía que estaba enamorado, que no soportaba su rechazo. Fue condenado y ahorcado ese mismo septiembre
Christine, la espía temeraria, amó la adrenalina, las aventuras, amó a los hombres... pero por encima de todo amó la libertad, la de su país y la suya.
Fuente: Chic, diario digital
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