sábado, 26 de septiembre de 2015

EBOLA, EL ORIGEN

Era septiembre de 1976.

El lugar era un distrito en la zona norte de la República del Congo, una región de selva tropical con aldeas dispersas y drenada por el río Ebola.
A día de hoy, el primer caso de ébola Zaire no se ha podido identificar. A inicios de septiembre, algunas personas que probablemente vivían al sur del río Ébola puede que tocaran algo sanguinolento.
Pudo ser carne de mono (los habitantes de la región cazan monos para comer ), o de otro animal, un elefante o un murciélago. O quizá una persona tocara un insecto aplastado o le picase una araña. Fuera cual fuere el huésped original del virus, parece que el contacto sangre a sangre permitió al virus trasladarse al mundo humano.
El virus afloró en el hospital de la Misión de Yambuku, una clínica rural dirigida por monjas belgas. El hospital consistía en una estructura de techos de chapa y paredes de concreto blancas, instalada junto a una iglesia en la selva. Al costado, los enfermos hacían fila delante de la clínica, tiritando a causa de la malaria, mientras aguardaban a que una monja les diera una inyección para mitigar el malestar.
En la Misión de Yambuku, también funciona una escuela. A finales de agosto, un maestro de la escuela y sus amigos fueron de vacaciones por el norte de Zaire. Llegaron al río Ebola, lo cruzaron en una barcaza y siguieron hacia el norte. Cerca del río Obangui se detuvieron en un mercado junto a la ruta, donde compraron carne de antílope y carne de mono recién sacrificado. Colocaron todo en la caja trasera de su camioneta y continuaron mientras daban brincos por la deteriorada ruta.

Regresaron, y cuando el maestro llegó a su casa, su esposa guisó la carne de antílope y todos los miembros de la familia la probaron. A la mañana siguiente, el maestro cayó enfermo, así se acercó al hospital de Yambuku, para que las monjas le dieran la inyección.
A primera hora de cada día, las monjas extendían sobre una mesa las cinco agujas hipodérmicas que utilizarían para darles inyecciones a cientos de personas. Las monjas y el personal lavaban de vez en cuando las agujas en una palangana con agua caliente para eliminar los restos de sangre, pero lo normal era que diesen un pinchazo tras otro sin enjuagar la aguja, mezclando la sangre de todos.
Dado que el virus del ébola es muy contagioso, y con solo unas pocas partículas transmitidas por contacto sanguíneo da lugar a una enorme amplificación en el nuevo huésped, aquello constituía una excelente oportunidad para la difusión del agente.
Pocos días después de que el maestro recibiera la inyección, desarrolló el ébola Zaire. Fue el primer caso conocido de este virus. Quizá se lo contagió en el viaje al norte de Zaire. Pero bien pudo contraerlo a través de una aguja sucia cuando le dieron la inyección en el hospital, lo que significa que alguien que había visitado antes el hospital tenía el virus del ébola y había recibido una inyección con la misma aguja que habían utilizado para el maestro.
El virus hizo erupción simultánea en unas 50 aldeas en los alrededores del hospital. Primero mató a los que habían recibido las inyecciones y luego fue extendiéndose por las familias, terminando sobre todo, con las mujeres que son las que en Africa preparan a los muertos para el entierro. Se amplificó y arrasó al personal sanitario del hospital de Yambuku, matando a la mayor parte de las enfermeras, y luego, a las monjas belgas.
La primera monja que desarrolló el ébola fue una partera que había intervenido en el nacimiento de un niño muerto. La madre estaba muriendo de ébola y había transmitido el virus al hijo antes de que este naciera. La monja terminó con las manos manchadas de sangre de la madre y del feto. Era muy peligrosa y la monja debía tener alguna pequeña llaga o un corte en la piel de sus manos, ya que desarrolló una infección explosiva y murió a los cinco días.
Hubo otra monja en el hospital de Yambuku que también cayó enferma. Un sacerdote junto a una hermana la llevaron en avioneta hasta la capital, Kinshasa. la internaron en el hospital de Ngaliena en una habitación individual. Cuando la enferma murió, toda la habitación estaba manchada de sangre. Después de llevarse el cuerpo envuelto en sábanas, nadie quiso entrar a limpiarla. Fue cerrada con llave durante días.
Nadie sabía que había matado a la monja, pero se trataba sin duda de una gente que se replicaba, y no resultaba fácil reflexionar con serenidad sobre los rasgos y síntomas de la enfermedad. Lo que tampoco contribuía a la calma eran los rumores que llegaban de la selva, que decían que el agente estaba devastando todas las aldeas del curso alto del Congo.
La monja que acompañó a la difunta, también comenzó a agonizar con los mismos síntomas.
En el hospital de Ngaliema, una joven enfermera que había atendido a la primera monja cuando esta murió en la habitación atestada de sangre. Algunas gotas de sangre o de vómito de la enferma tuvieron contacto con la enfermera, porque comenzó a padecer dolor de cabeza y cansancio. Sabía que se estaba enfermando, se marchó del hospital y desapareció durante dos días. Anduvo por la ciudad para tramitar los permisos para viajar al extranjero.
Al día siguiente se sentía peor, pero en lugar de comunicárselo al hospital donde trabajaba, recurrió a otro hospital, Mama Yemo. El dolor de cabeza era muy fuerte y el del estómago crecía. Aguardó en la sal de urgencias, junto a varios chicos. Nadie le prestó atención porque de lo único que se quejaba era de un dolor de cabeza y tenía los ojos enrojecidos. Finalmente un médico le recetó una inyección para la malaria y le dijo que debía ponerse en cuarentena. Pero ya no quedaba lugar en ese hospital, así que la derivó al hospital Universitario. Los médicos no le vieron nada anormal, excepto posibles síntomas de malaria. Su dolor de cabeza empeoraba. Por último hizo lo último que le quedaba: volvió al hospital de Ngaliema y solicitó ser admitida como paciente. La internaron  en una habitación individual, entró en letargo y el rostro se le congeló, convirtiéndose en una especie de máscara..
Las noticias sobre el virus se fueron filtrando desde la selva, y se rumoreaba que una enfermera infectada había estado deambulando desde hacía dos días por los alrededores de Kinshasa, teniendo contacto con mucha gente en salas de hospitales y lugares públicos. Se desató el pánico en la ciudad. Los rumores llegaron rápido a las oficinas de la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra, Suiza. La enfermera irresponsable, pudo haber sido el desencadenante de una epidemia a escala mundial de esa enfermedad desconocida.
El presidente de Zaire hizo intervenir al ejército, apostó soldados alrededor del hospital de Ngaliema..
Se hizo todo lo posible para salvar a la enfermera. Una doctora afirmó, "El sida es un juego de niños comparado con esto".
Se le administró a la enfermera cubos de hielo para aliviarle el dolor de garganta y calmantes. Comenzó a tener hemorragias por la boca y la naríz. Se le hicieron tres transfusiones de sangre para reemplazar la que perdía por la naríz. En la última fase sufrió una taquicardia aguda. El ébola le había entrado en el corazón. Aquella noche murió de un ataque cardíaco.
Los equipos médicos se desplegaron por toda Kinshasa y lograron localizar a 37 personas que habían tenido contacto directo con la enfermera durante el tiempo que había estado deambulando por la ciudad. Dispusieron dos pabellones en el hospital y las aislaron allí durante un par de semanas. Envolvieron los cadáveres de las monjas y de la enfermera en sábanas empapadas de productos químicos, luego los envolvieron en plástico y los metieron en ataúdes herméticos.

Para alivio de Zaire y el mundo, el virus no llegó a arraigar allí. Fue reduciéndose en el nacimiento del río Ebola y retrocedió a su escondite selvático. Al parecer este virus no se transmite por aire. Nadie se contagió con el virus de la enfermera. Había compartido una botella de gaseosa con alguien y ni siquiera esa persona cayó enferma.
Pero como todos sabemos, volverá otra vez y con mayor ferocidad...

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